Maco —Carlos Somigliana— abrió la puerta de la oficina y se aproximó como si estuviera dispuesto a observar el comportamiento de otra especie. Eramos mujeres, en definitiva, la primera noción de extranjería que puede tener cualquier hombre que se reconozca como tal. Y a él nuestra actitud le pareció estrictamente femenina: tres mujeres revolviendo ropa sobre una mesa. Una mesa que podría parecer de saldos si nuestras caras no hubieran estado tiznadas por la tierra que esos jirones de ropa que tratábamos de reconstruir habían conservado durante décadas. Ese polvo fino, marrón, insistente en su manera de adherirse a la piel me produjo una sensación de amor inmediata. No podía creer que Celeste, otra de las integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense junto con Maco, me estuviera pidiendo disculpas por no haber cepillado esas prendas que estuvieron enterradas en una bolsa desde 1985 junto a otra que contenía los restos anónimos de una serie de personas que lentamente están recuperando su identidad. Esa ropa, en el segundo mes de 1977, cubrió los cuerpos de los masacrados en una esquina de Ciudadela; entre ellos, mi mamá. Después el tiempo y la corrupción la aplastaron contra los huesos. Cuando los huesos fueron desenterrados en busca de identificaciones que no se produjeron en 1985 ya no hubo forma de volver a unir los colores de la tela con los restos que guardaban.
Era obvio, pero hasta que lo vi no supe que el tiempo también actúa sobre las fibras. Lo curioso, al menos para mí, es que lo primero que se pierde sean las costuras. El vínculo entre un retazo y otro. Eso que convierte un pedazo de tela o dos en una remera masculina, un vestido de viyela con canesú, una camisa con un diseño en batic, un pantalón oxford. Fue mi hija la que me ayudó a poner las piezas en su lugar, a reconstruir con paciencia y ojo de sastre lo que había sido separado. Celeste nos guiaba con oficio, aunque ella también quedó detenida frente a una medibacha con las piernas cortadas y un agujero que podría ser de bala justo donde alguna vez se alojó una pelvis. La información acumulada en tantos años fluye como si tuviera sentido: “La deben haber usado de bombacha, le cortaron las piernas por el calor”, digo como si tuviera algún saber que aportar y no una necesidad constante de poner palabras aun donde el silencio alcanza.
El nylon que se usa para las medias de mujer sobrevive intacto, pareciera que hasta conserva la forma de quien lo usó para protegerse vaya a saber de qué. También sobrevive una polera azul, aunque no intacta. La reconozco como tal porque tiene un jirón de cuello mal cortado. No hay rastros de las mangas. Decido sacarle una foto a esa polera. Celeste me pregunta qué llevaba puesto mi madre la noche del secuestro. Yo no lo sé, pero de tanto buscar su campera a rayas, una que me gustaba ponerme de niña aunque me quedara grande, me convencí de que eso era lo que vestía. Y entonces la buscamos entre los restos, la quisimos ver sin estar del todo convencidas en unos harapos de tela de avión desteñidos y destrozados que podían parecer una campera. Algo latía, en cambio, frente a la polera azul. Pero faltaba el peso de la certeza. Faltaba la contundencia de la verdad. Faltaba esa seguridad con la que otro día en ese mismo edificio del EAAF Maco había dicho: “Algunas cosas pueden cambiar, muchas no las vamos a saber nunca. Pero ésa es tu mamá (Patricia Berardi, también del EAAF, habría dicho “tu mami”). Eso no va a cambiar, ni ahora ni nunca”. La verdad, fría y pesada como un mármol —vaya comparación—, de ahí me podría sujetarme en caso de tormenta. O echarme a dormir, como hacen los niños cuando se sienten seguros.
¿Hace falta enunciar qué era lo que buscábamos, mi hija y yo, entre la ropa? Puedo anotar rápido: reconocer a la ausente. No es mucho decir. Puedo contar en cambio la impresión que me produjo cuando Gastón Goncalvez, compañero de HIJOS en 1996, salió de ver los restos recién recuperados de su papá. Junto al esqueleto, como si estuvieran puestos, estaban los mocasines. Hay que ver cuánta humanidad pueden guardar unos mocasines guardados.
Durante los días siguientes a esa visita al EAAF le mostré a quien pude las fotos que había tomado hasta que empecé a sentirme ridícula frente a las preguntas que pedían certeza sobre la pertenencia de las prendas, como si una no pudiera hacer su duelo sobre todas ellas, como si la indefinición les quitara valor humano. Algo de eso habría porque la certeza cayó como una plomada entre mis costillas, un peso capaz de atravesarme y llegar al centro de la Tierra y a la vez llenarme de amor por un pedazo de nylon de un azul ya lavado. Fue Cristina Comandé, una compañera de cautiverio de mi mamá, quien fue capaz de sacar lustre, otra vez, a la verdad. La seguí como un perrito durante la inspección ocular al campo de concentración donde estuvieron chupadas ellas y tantos otros y otras que también recorrían las instalaciones de la Brigada Güemes, en Autopista Richieri y Camino de Cintura, aunque la mayoría ya no están. No sé si Cristina notó con cuánta avidez me bebí sus palabras, si ella, como otras sobrevivientes, llegan a darse cuenta de lo que vale que sus ojos hayan visto los ojos amados y perdidos en una noche demasiado larga. Con voz firme, frente a un juez de la Nación que va a elevar a juicio los crímenes de lesa humanidad que ahí se cometieron, Cristina contó dónde estuvo, cómo el lugar ahora se veía pequeño y antes, cuando estaba chupada, grande. “Es que era yo la que me sentía chiquita.” Contó también cómo se sacaban los piojos, dónde los quemaban, los ruidos que escuchaban, los olores inolvidables. Y contó, también, cuando la mayoría se retiraba, que en un banco que ya no está estuvo con mi mamá mientras ella se quitaba las mangas y el cuello de una polera para aguantar el calor que empezaba a apretar. ¿Te acordás de qué color era esa polera? “Claro, azul”, dijo y yo grité: ¡La encontré! Y las dos nos abrazamos tan largamente como pudimos.
De esto se trata, a veces, la verdad. Las muchas verdades que todavía nos deben los genocidas. Las que seguiremos arrancando a su conspiración de silencio, como lo venimos haciendo, entre todos, entre todas.
Era obvio, pero hasta que lo vi no supe que el tiempo también actúa sobre las fibras. Lo curioso, al menos para mí, es que lo primero que se pierde sean las costuras. El vínculo entre un retazo y otro. Eso que convierte un pedazo de tela o dos en una remera masculina, un vestido de viyela con canesú, una camisa con un diseño en batic, un pantalón oxford. Fue mi hija la que me ayudó a poner las piezas en su lugar, a reconstruir con paciencia y ojo de sastre lo que había sido separado. Celeste nos guiaba con oficio, aunque ella también quedó detenida frente a una medibacha con las piernas cortadas y un agujero que podría ser de bala justo donde alguna vez se alojó una pelvis. La información acumulada en tantos años fluye como si tuviera sentido: “La deben haber usado de bombacha, le cortaron las piernas por el calor”, digo como si tuviera algún saber que aportar y no una necesidad constante de poner palabras aun donde el silencio alcanza.
El nylon que se usa para las medias de mujer sobrevive intacto, pareciera que hasta conserva la forma de quien lo usó para protegerse vaya a saber de qué. También sobrevive una polera azul, aunque no intacta. La reconozco como tal porque tiene un jirón de cuello mal cortado. No hay rastros de las mangas. Decido sacarle una foto a esa polera. Celeste me pregunta qué llevaba puesto mi madre la noche del secuestro. Yo no lo sé, pero de tanto buscar su campera a rayas, una que me gustaba ponerme de niña aunque me quedara grande, me convencí de que eso era lo que vestía. Y entonces la buscamos entre los restos, la quisimos ver sin estar del todo convencidas en unos harapos de tela de avión desteñidos y destrozados que podían parecer una campera. Algo latía, en cambio, frente a la polera azul. Pero faltaba el peso de la certeza. Faltaba la contundencia de la verdad. Faltaba esa seguridad con la que otro día en ese mismo edificio del EAAF Maco había dicho: “Algunas cosas pueden cambiar, muchas no las vamos a saber nunca. Pero ésa es tu mamá (Patricia Berardi, también del EAAF, habría dicho “tu mami”). Eso no va a cambiar, ni ahora ni nunca”. La verdad, fría y pesada como un mármol —vaya comparación—, de ahí me podría sujetarme en caso de tormenta. O echarme a dormir, como hacen los niños cuando se sienten seguros.
¿Hace falta enunciar qué era lo que buscábamos, mi hija y yo, entre la ropa? Puedo anotar rápido: reconocer a la ausente. No es mucho decir. Puedo contar en cambio la impresión que me produjo cuando Gastón Goncalvez, compañero de HIJOS en 1996, salió de ver los restos recién recuperados de su papá. Junto al esqueleto, como si estuvieran puestos, estaban los mocasines. Hay que ver cuánta humanidad pueden guardar unos mocasines guardados.
Durante los días siguientes a esa visita al EAAF le mostré a quien pude las fotos que había tomado hasta que empecé a sentirme ridícula frente a las preguntas que pedían certeza sobre la pertenencia de las prendas, como si una no pudiera hacer su duelo sobre todas ellas, como si la indefinición les quitara valor humano. Algo de eso habría porque la certeza cayó como una plomada entre mis costillas, un peso capaz de atravesarme y llegar al centro de la Tierra y a la vez llenarme de amor por un pedazo de nylon de un azul ya lavado. Fue Cristina Comandé, una compañera de cautiverio de mi mamá, quien fue capaz de sacar lustre, otra vez, a la verdad. La seguí como un perrito durante la inspección ocular al campo de concentración donde estuvieron chupadas ellas y tantos otros y otras que también recorrían las instalaciones de la Brigada Güemes, en Autopista Richieri y Camino de Cintura, aunque la mayoría ya no están. No sé si Cristina notó con cuánta avidez me bebí sus palabras, si ella, como otras sobrevivientes, llegan a darse cuenta de lo que vale que sus ojos hayan visto los ojos amados y perdidos en una noche demasiado larga. Con voz firme, frente a un juez de la Nación que va a elevar a juicio los crímenes de lesa humanidad que ahí se cometieron, Cristina contó dónde estuvo, cómo el lugar ahora se veía pequeño y antes, cuando estaba chupada, grande. “Es que era yo la que me sentía chiquita.” Contó también cómo se sacaban los piojos, dónde los quemaban, los ruidos que escuchaban, los olores inolvidables. Y contó, también, cuando la mayoría se retiraba, que en un banco que ya no está estuvo con mi mamá mientras ella se quitaba las mangas y el cuello de una polera para aguantar el calor que empezaba a apretar. ¿Te acordás de qué color era esa polera? “Claro, azul”, dijo y yo grité: ¡La encontré! Y las dos nos abrazamos tan largamente como pudimos.
De esto se trata, a veces, la verdad. Las muchas verdades que todavía nos deben los genocidas. Las que seguiremos arrancando a su conspiración de silencio, como lo venimos haciendo, entre todos, entre todas.
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