Por Jorge Elbaum
Richard tenía dos años. Y Floreal quince. Al primero se lo puede ver con un grupo de niñas y niños al costado de las vías de un tren. Está destrozado. Los mocos, las lágrimas, los gritos y los rulos rubios son un pegajoso engrudo de sufrimiento.
Richard tenía dos años. Y Floreal quince. Al primero se lo puede ver con un grupo de niñas y niños al costado de las vías de un tren. Está destrozado. Los mocos, las lágrimas, los gritos y los rulos rubios son un pegajoso engrudo de sufrimiento.
Es la mañana del 7 de agosto de 1942 en Pithiviers y recién despegaron a Richard de los brazos de su madre, Esther Horonczyk de Frankel. Esther patalea, insulta, suplica por Richard, pero los uniformados franceses la depositan brutalmente en un tren. Esther, en la más nublada desesperación, garabatea una carta que desliza por las hendijas del vagón de carga con la esperanza de que algún familiar, conocido o alma solidaria pueda seguir el rastro de su pequeño hijo de dos años. La carta vuela. Es el mensaje dentro de una botella lanzado a un océano de miedo y odio: “Me han subido al tren. Y no sé que ha sido de mi Richard. Él está todavía en Pithiviers. ¡Salvad a mi niño, a mi bebé inocente! ¡Cómo estará llorando! Nuestro sufrimiento no es nada. Salvad a mi Richard, a mi pequeño querido. Yo no puedo escribir. Mi corazón, mi Richard, mi vida, está lejos, y nadie le está protegiendo, a mi pequeño de dos años. ¡Morir, deprisa, oh niño mío! Devolvedme a mi Richard. Esther”. Las dos últimas frases de la carta que hoy se exhibe en el museo de Yad Vashem, son la evidencia exasperada de dos formas complementarias de la agonía: el ruego del rápido final y la vuelta al abrazo originario con el hijo.
La redada que detuvo previamente a 14 mil judíos en el velódromo de invierno del centro parisino fue una operación solicitada por las SS y ejecutada por los organismos de seguridad franceses el 16 y 17 de julio de 1942, aunque Marine Le Pen, en estos días de campaña electoral, pretende negarlo. Cuando los camiones de la policía se detienen en la puerta de la casa de los Frenkel, su abuelo materno, Simón, ruega ante los uniformados que sustituyan a Richard por él. Se ofrece a ser trasladado en vez de su nieto argumentando que puede trabajar gratis para sus captores. Sus plegarias no son escuchadas: Simón queda tirado en el piso después de ser empujado por un gendarme, mientras Esther y Richard inician su viaje hacia Pithiviers.
Luego de ser separado de su madre, Richard comparte el trayecto al “Lager” en el “transporte 31” con otros 171 niños que, después de una corta estadía en Drancy, serán gaseados en Auschwitz la segunda semana de agosto de 1942. El cuerpito de Richard Frankel, el de los rulos rubios, carece de tumba. Sin embargo, existen fuentes confiables que afirman que el cielo de Europa alberga aún hoy infinitas partículas del millón y medio de niños, menores de diez años –entre ellos Richard– exterminados con el objetivo de hacer desaparecer de la vida a judíos, gitanos, comunistas, gays, testigos de Jehová y discapacitados.
Floreal Edgardo Avellaneda tiene quince años, está en su casa durmiendo, en Munro, en el conurbano bonaerense. Es el 15 de abril de 1976 a la madrugada. Un grupo de tareas rompe la puerta y entra a los tiros. Su padre logra escapar en el medio de la balacera. A su madre, Iris Pereyra, y al adolescente los golpean y los trasladan a un centro clandestino de detención controlado por el general Santiago Omar Riveros y su jefe de inteligencia Fernando Verplatzen. El “Negrito” es torturado en la comisaría de Villa Martelli y en Campo de Mayo para obtener información sobre el paradero de su padre que había sido delegado gremial de la empresa TENSA.
Los cumpleaños de Floreal y de Richard estuvieron rodeados por la crueldad de sus captores, a quienes hoy se pretende edulcorar con editoriales y alocuciones banalizadoras y/o negacionistas. Tanto Le Pen en Francia o Esteban Bullrich y Claudio Avruj en nuestro país son algunos de los encargados de apaciguar la imagen de los genocidas que fueron capaces de asesinar niños. Quienes detuvieron a Richard y a Esther fueron gendarmes franceses y militares alemanes nazis. Y quienes torturaron a Floreal y a su madre, son sus vernáculas versiones argentinas. Quienes hoy buscan matizar sus acciones criminales no solo pretenden avalar una prisión domiciliaria. Intentan invisibilizar sus responsabilidades genocidas.
Richard, nació en Paris el 20 de junio de 1940. Cumplió su segundo año de vida en el periodo que su padre, Nissán, fue trasladado a Auschwitz. El “Negrito” había nacido el 14 de mayo de 1962 y en la semana que cumplía 16 apareció muerto en las costas de Montevideo con señales de haber sido torturado, empalado y desnucado. Richard y Floreal escucharon a sus madres, por última vez, con alaridos atormentados. Esther en Pithiviers e Iris en la Comisaria de Villa Martelli quedaron paralizadas después de esos desgarradores lamentos. Si esos gritos no llegan hoy hasta nosotros, es que no pudimos –y quizás ya no podremos jamás–, considerarnos sujetos pasibles de ser considerados dignos.
La redada que detuvo previamente a 14 mil judíos en el velódromo de invierno del centro parisino fue una operación solicitada por las SS y ejecutada por los organismos de seguridad franceses el 16 y 17 de julio de 1942, aunque Marine Le Pen, en estos días de campaña electoral, pretende negarlo. Cuando los camiones de la policía se detienen en la puerta de la casa de los Frenkel, su abuelo materno, Simón, ruega ante los uniformados que sustituyan a Richard por él. Se ofrece a ser trasladado en vez de su nieto argumentando que puede trabajar gratis para sus captores. Sus plegarias no son escuchadas: Simón queda tirado en el piso después de ser empujado por un gendarme, mientras Esther y Richard inician su viaje hacia Pithiviers.
Luego de ser separado de su madre, Richard comparte el trayecto al “Lager” en el “transporte 31” con otros 171 niños que, después de una corta estadía en Drancy, serán gaseados en Auschwitz la segunda semana de agosto de 1942. El cuerpito de Richard Frankel, el de los rulos rubios, carece de tumba. Sin embargo, existen fuentes confiables que afirman que el cielo de Europa alberga aún hoy infinitas partículas del millón y medio de niños, menores de diez años –entre ellos Richard– exterminados con el objetivo de hacer desaparecer de la vida a judíos, gitanos, comunistas, gays, testigos de Jehová y discapacitados.
Floreal Edgardo Avellaneda tiene quince años, está en su casa durmiendo, en Munro, en el conurbano bonaerense. Es el 15 de abril de 1976 a la madrugada. Un grupo de tareas rompe la puerta y entra a los tiros. Su padre logra escapar en el medio de la balacera. A su madre, Iris Pereyra, y al adolescente los golpean y los trasladan a un centro clandestino de detención controlado por el general Santiago Omar Riveros y su jefe de inteligencia Fernando Verplatzen. El “Negrito” es torturado en la comisaría de Villa Martelli y en Campo de Mayo para obtener información sobre el paradero de su padre que había sido delegado gremial de la empresa TENSA.
Los cumpleaños de Floreal y de Richard estuvieron rodeados por la crueldad de sus captores, a quienes hoy se pretende edulcorar con editoriales y alocuciones banalizadoras y/o negacionistas. Tanto Le Pen en Francia o Esteban Bullrich y Claudio Avruj en nuestro país son algunos de los encargados de apaciguar la imagen de los genocidas que fueron capaces de asesinar niños. Quienes detuvieron a Richard y a Esther fueron gendarmes franceses y militares alemanes nazis. Y quienes torturaron a Floreal y a su madre, son sus vernáculas versiones argentinas. Quienes hoy buscan matizar sus acciones criminales no solo pretenden avalar una prisión domiciliaria. Intentan invisibilizar sus responsabilidades genocidas.
Richard, nació en Paris el 20 de junio de 1940. Cumplió su segundo año de vida en el periodo que su padre, Nissán, fue trasladado a Auschwitz. El “Negrito” había nacido el 14 de mayo de 1962 y en la semana que cumplía 16 apareció muerto en las costas de Montevideo con señales de haber sido torturado, empalado y desnucado. Richard y Floreal escucharon a sus madres, por última vez, con alaridos atormentados. Esther en Pithiviers e Iris en la Comisaria de Villa Martelli quedaron paralizadas después de esos desgarradores lamentos. Si esos gritos no llegan hoy hasta nosotros, es que no pudimos –y quizás ya no podremos jamás–, considerarnos sujetos pasibles de ser considerados dignos.
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