La decisión de la niña
A partir del caso de una niña, víctima del terrorismo de Estado, que fue capaz de reaccionar ante su apropiador, la autora reflexiona sobre la responsabilidad subjetiva que concierne, también, a las víctimas; al trasluz puede leerse la referencia a “jóvenes apropiados que, por el momento, consienten en ser usados como objetos de goce”.
Por Jacquie Lejbowicz *
Hoy, aquí, en la Argentina, faltan textos enteros del tejido social. Tejido roto porque hay nombres cuyos cuerpos faltan. Y también hay cuerpos adosados a nombres falsos, cuerpos expropiados de sus verdaderos nombres y de sus verdaderos lazos, y por tanto sin verdadero acceso a la vida, a estar en el mundo. Y esto no puede ser desconocido a la hora de intentar dar cuenta de lo que circula entre generaciones. Es difícil pensar que no vaya a tener efectos sociales y a producir catástrofes subjetivas el que haya todavía nietos circulando con nombres falsos, otrora niños expropiados de sus padres. Desalojados de deseos que no eran anónimos, los de sus padres, e incrustados en familias de apropiadores. Pero también tiene y tendrá poderosos efectos el deseo decidido de quienes buscan la restitución.
Tener un cuerpo incluye una dimensión jurídica que vuelva a anudarle un nombre, y la decisión cívica de restituir sujeto al religarlo a su historia, a la de quienes le dieron vida y existencia, y a sus familias. Pero también es fundante cómo ese sujeto devastado, expropiado de su historia, se decide o no a ligarse a lo verdadero. Ahí es donde se termina de efectuar la dimensión ética.
Dice Walter Benjamin: “El pasado contiene un índice temporal que lo remite a la salvación. Hay un secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Hemos sido esperados en la tierra. A noso-tros, como a las generaciones que nos precedieron, nos ha sido dada una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado tiene un derecho”. Es esa fuerza mesiánica, ese heliotropismo secreto, llámese confianza, valentía, humor, audacia –según términos de Benjamin–, o llámese deseo, fuerza inconsciente, decisión del sujeto, esa fuerza es el corazón de aquello que intentan atacar los apropiadores, cuando buscan reducir al sujeto a una posición de objeto del cual disponer.
Por eso la restitución se termina de efectuar verdaderamente cuando quien pudo salir y trasponer el límite del nombre ajeno y usurpatorio para acceder al propio, se encuentra con el deber ético, como sujeto de derecho, de dar testimonio. Ese testimonio es un renacimiento del sujeto que le permite volver a la vida y al mundo cuando lo que intentaban era reducirlo a lo in-mundo. Los testimonios de quienes salieron de los campos de extermino nazi –Robert Antelme, Primo Levi, Jorge Semprún–, cada uno con sus particularidades, dan cuenta de esto.
Quien ha sido víctima también tiene una responsabilidad, un deber cuyo cumplimiento le devuelve la dignidad que se le ha intentado arrebatar.
Sin embargo, la posición de algunos jóvenes apropiados es, por el momento, la de rechazar lo que entre generaciones se transmite; consienten, por el momento, en ser objeto de goce de otros, en ser usados como hijos de alguien que dispone de progenie ajena para su perversa satisfacción personal. Deso-yen y desmienten, por el momento, el heliotropismo secreto del que Benjamin hablara, lo que reprimido debería retornar, las risas, las palabras, los olores de sus padres. En cambio, por el momento, eligen permanecer en un tormento de culpas, como quien viste una ropa interior con mugre ajena.
El psicoanálisis de una niñita, que Alicia Lo Giúdice relata en “Lo que se restituye en un análisis” (en Psicoanálisis de los derechos de las personas, varios autores, ed. Tres Haches), da cuenta de cómo una de las primeras nietas restituidas asumió, aun en su primera infancia, la tremenda responsabilidad subjetiva de retomar decidida su historia, el secreto acuerdo entre generaciones que el terrorismo de Estado le había intentado birlar. La niña, con títeres que confeccionan con su analista, va armando el siguiente relato: “Una pollita se va a pasear con sus hermanos y su mamá, y se pierde, encuentra una casa en la que había gente grande y, como la invitan a pasar, entra y se queda y se olvida de volver. El papá gallo, la mamá gallina y sus hermanos salen a buscarla pero no la encuentran. La pollita, después de mucho tiempo, se da cuenta de que se había quedado en una casa que no era la suya y decide volver. No encuentra el camino, pero después de muchas cosas logra encontrar su casa. Tenía mucho miedo de que el papá estuviera enojado, pero el gallo primero la reta, luego la perdona y la pollita puede irse a jugar con sus hermanos, a los que les cuenta todo lo que había pasado cuando se había perdido”.
Este relato le llevó varias sesiones, en las que pudo rearmar su historia y darse alguna explicación acerca de lo que le había pasado: era chiquita y sus papás no podían ayudarla porque estaban desaparecidos. Sí la pudo encontrar su abuela, “que es más famosa que yo”, dice la nena.
Esta niña, en su tremenda dignidad, se hace responsable de sí, responde cómo es que se había perdido y vivido en una casa ajena en una época en que, dice, “era un poco tonta”. Nombra así la desaparición forzada de sus padres y la voluntad poderosa de su abuela.
Responde, no porque se plantee culpable sino, por el contrario, porque no consiente en quedar en el lugar de objeto en que los captores la habían situado; decide restablecer su dignidad de sujeto y asumir, de manera dolorosa pero audaz, las consecuencias de su propia historia, armando con los pollitos el trayecto vital de la vuelta a casa.
Dice Benjamin: “Articular históricamente el pasado significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”. No se trata de una reconstrucción histórica punto por punto, sino de destellos, pequeños latidos en que surge algo de lo verdadero, lo que sucedió (con su borde inexplicable, imposible e inadmisible). En este caso se trata, sobre todo, de cómo lo que sucedió hizo marca en esa niña. Y, a la vez, de lo que ella va pudiendo hacer con esas marcas: producir reescrituras sucesivas de su nombre, reclamar al juez que le restituya su documento de identidad, crecer acorde a su edad verdadera y no acorde a la edad que el captor le había asignado. Retomar las marcas que sus papás dejaron.
Hay un acto último, y a la vez inaugural, que esta niña realizó y contó luego a su analista; un acto que marca un antes y un después. En una ocasión en que el apropiador la espera frente a su casa y la llama por su nombre, ella sale corriendo, pero antes se da vuelta y le saca la lengua. “Fue lo único que se me ocurrió”, dice.
La lengua es la patria y la memoria que destella y vuelve en pequeñas escenas. Dice Jacques Lacan: “El inconsciente es la manera que tuvo el sujeto de estar impregnado por el lenguaje (...), la manera en que le ha sido instilado un modo de hablar, que no puede sino llevar la marca del modo bajo el cual lo recibieron sus padres”. Aquel gesto tiene una enorme significación; ese pequeño acto simbólico de sacarle la lengua al captor, evidencia en la niña su audacia de no haber consentido al intento de arrebatarle en lo real su lengua, su nombre, su filiación, su historia. Y ese acto le señala al apropiador que es él quien ya no podrá contar con la posibilidad de su propia lengua, ya que su acto lo deja excluido de la verdadera existencia.
Retomemos la idea de trama, donde lo singular no es sin lo colectivo. Esta niñita responde porque hay en ella rastros del deseo de sus padres; y porque hay en ella una decisión de no desoír esos rastros. Y, también, porque hubo abuelas decididas a encontrarla. E instancias jurídicas. Y civiles. Y una analista decidida a escucharla dejándose tomar por lo que la niña planteara. Es decir que hubo Otro con el que contar para no quedar en el mayor de los desamparos, bajo la presencia masiva de un otro intrusivo, abusivo.
Pero no se trata sólo de que hubo Otros con los cuales contar, sino, también, de que los hubo reclamado el acto civil y ético de la restitución que se completa con la decisión de la niña. Eso constituye país.
Un derecho es humano en tanto no es individual; en tanto no sólo compete a quien es víctima directa, sino también a toda la ciudadanía. La restitución es un acto que se le debe a cada víctima, pero también a toda la comunidad. Si no, nos quedamos todos perdidos como la pollita al principio del relato: viviendo sin enterarnos en una casa ajena, en un país ajeno; peor aún, expropiados de país, sin poder volver y reclamando que se nos respete el derecho... a ser rehén.
* Psicoanalista. Extractado de un trabajo presentado en el III Seminario Internacional Políticas de la Memoria “Recordando a Walter Benjamin. Justicia, Historia y Verdad. Escrituras de la Memoria”, Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, octubre de 2010.
A partir del caso de una niña, víctima del terrorismo de Estado, que fue capaz de reaccionar ante su apropiador, la autora reflexiona sobre la responsabilidad subjetiva que concierne, también, a las víctimas; al trasluz puede leerse la referencia a “jóvenes apropiados que, por el momento, consienten en ser usados como objetos de goce”.
Por Jacquie Lejbowicz *
Hoy, aquí, en la Argentina, faltan textos enteros del tejido social. Tejido roto porque hay nombres cuyos cuerpos faltan. Y también hay cuerpos adosados a nombres falsos, cuerpos expropiados de sus verdaderos nombres y de sus verdaderos lazos, y por tanto sin verdadero acceso a la vida, a estar en el mundo. Y esto no puede ser desconocido a la hora de intentar dar cuenta de lo que circula entre generaciones. Es difícil pensar que no vaya a tener efectos sociales y a producir catástrofes subjetivas el que haya todavía nietos circulando con nombres falsos, otrora niños expropiados de sus padres. Desalojados de deseos que no eran anónimos, los de sus padres, e incrustados en familias de apropiadores. Pero también tiene y tendrá poderosos efectos el deseo decidido de quienes buscan la restitución.
Tener un cuerpo incluye una dimensión jurídica que vuelva a anudarle un nombre, y la decisión cívica de restituir sujeto al religarlo a su historia, a la de quienes le dieron vida y existencia, y a sus familias. Pero también es fundante cómo ese sujeto devastado, expropiado de su historia, se decide o no a ligarse a lo verdadero. Ahí es donde se termina de efectuar la dimensión ética.
Dice Walter Benjamin: “El pasado contiene un índice temporal que lo remite a la salvación. Hay un secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Hemos sido esperados en la tierra. A noso-tros, como a las generaciones que nos precedieron, nos ha sido dada una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado tiene un derecho”. Es esa fuerza mesiánica, ese heliotropismo secreto, llámese confianza, valentía, humor, audacia –según términos de Benjamin–, o llámese deseo, fuerza inconsciente, decisión del sujeto, esa fuerza es el corazón de aquello que intentan atacar los apropiadores, cuando buscan reducir al sujeto a una posición de objeto del cual disponer.
Por eso la restitución se termina de efectuar verdaderamente cuando quien pudo salir y trasponer el límite del nombre ajeno y usurpatorio para acceder al propio, se encuentra con el deber ético, como sujeto de derecho, de dar testimonio. Ese testimonio es un renacimiento del sujeto que le permite volver a la vida y al mundo cuando lo que intentaban era reducirlo a lo in-mundo. Los testimonios de quienes salieron de los campos de extermino nazi –Robert Antelme, Primo Levi, Jorge Semprún–, cada uno con sus particularidades, dan cuenta de esto.
Quien ha sido víctima también tiene una responsabilidad, un deber cuyo cumplimiento le devuelve la dignidad que se le ha intentado arrebatar.
Sin embargo, la posición de algunos jóvenes apropiados es, por el momento, la de rechazar lo que entre generaciones se transmite; consienten, por el momento, en ser objeto de goce de otros, en ser usados como hijos de alguien que dispone de progenie ajena para su perversa satisfacción personal. Deso-yen y desmienten, por el momento, el heliotropismo secreto del que Benjamin hablara, lo que reprimido debería retornar, las risas, las palabras, los olores de sus padres. En cambio, por el momento, eligen permanecer en un tormento de culpas, como quien viste una ropa interior con mugre ajena.
El psicoanálisis de una niñita, que Alicia Lo Giúdice relata en “Lo que se restituye en un análisis” (en Psicoanálisis de los derechos de las personas, varios autores, ed. Tres Haches), da cuenta de cómo una de las primeras nietas restituidas asumió, aun en su primera infancia, la tremenda responsabilidad subjetiva de retomar decidida su historia, el secreto acuerdo entre generaciones que el terrorismo de Estado le había intentado birlar. La niña, con títeres que confeccionan con su analista, va armando el siguiente relato: “Una pollita se va a pasear con sus hermanos y su mamá, y se pierde, encuentra una casa en la que había gente grande y, como la invitan a pasar, entra y se queda y se olvida de volver. El papá gallo, la mamá gallina y sus hermanos salen a buscarla pero no la encuentran. La pollita, después de mucho tiempo, se da cuenta de que se había quedado en una casa que no era la suya y decide volver. No encuentra el camino, pero después de muchas cosas logra encontrar su casa. Tenía mucho miedo de que el papá estuviera enojado, pero el gallo primero la reta, luego la perdona y la pollita puede irse a jugar con sus hermanos, a los que les cuenta todo lo que había pasado cuando se había perdido”.
Este relato le llevó varias sesiones, en las que pudo rearmar su historia y darse alguna explicación acerca de lo que le había pasado: era chiquita y sus papás no podían ayudarla porque estaban desaparecidos. Sí la pudo encontrar su abuela, “que es más famosa que yo”, dice la nena.
Esta niña, en su tremenda dignidad, se hace responsable de sí, responde cómo es que se había perdido y vivido en una casa ajena en una época en que, dice, “era un poco tonta”. Nombra así la desaparición forzada de sus padres y la voluntad poderosa de su abuela.
Responde, no porque se plantee culpable sino, por el contrario, porque no consiente en quedar en el lugar de objeto en que los captores la habían situado; decide restablecer su dignidad de sujeto y asumir, de manera dolorosa pero audaz, las consecuencias de su propia historia, armando con los pollitos el trayecto vital de la vuelta a casa.
Dice Benjamin: “Articular históricamente el pasado significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”. No se trata de una reconstrucción histórica punto por punto, sino de destellos, pequeños latidos en que surge algo de lo verdadero, lo que sucedió (con su borde inexplicable, imposible e inadmisible). En este caso se trata, sobre todo, de cómo lo que sucedió hizo marca en esa niña. Y, a la vez, de lo que ella va pudiendo hacer con esas marcas: producir reescrituras sucesivas de su nombre, reclamar al juez que le restituya su documento de identidad, crecer acorde a su edad verdadera y no acorde a la edad que el captor le había asignado. Retomar las marcas que sus papás dejaron.
Hay un acto último, y a la vez inaugural, que esta niña realizó y contó luego a su analista; un acto que marca un antes y un después. En una ocasión en que el apropiador la espera frente a su casa y la llama por su nombre, ella sale corriendo, pero antes se da vuelta y le saca la lengua. “Fue lo único que se me ocurrió”, dice.
La lengua es la patria y la memoria que destella y vuelve en pequeñas escenas. Dice Jacques Lacan: “El inconsciente es la manera que tuvo el sujeto de estar impregnado por el lenguaje (...), la manera en que le ha sido instilado un modo de hablar, que no puede sino llevar la marca del modo bajo el cual lo recibieron sus padres”. Aquel gesto tiene una enorme significación; ese pequeño acto simbólico de sacarle la lengua al captor, evidencia en la niña su audacia de no haber consentido al intento de arrebatarle en lo real su lengua, su nombre, su filiación, su historia. Y ese acto le señala al apropiador que es él quien ya no podrá contar con la posibilidad de su propia lengua, ya que su acto lo deja excluido de la verdadera existencia.
Retomemos la idea de trama, donde lo singular no es sin lo colectivo. Esta niñita responde porque hay en ella rastros del deseo de sus padres; y porque hay en ella una decisión de no desoír esos rastros. Y, también, porque hubo abuelas decididas a encontrarla. E instancias jurídicas. Y civiles. Y una analista decidida a escucharla dejándose tomar por lo que la niña planteara. Es decir que hubo Otro con el que contar para no quedar en el mayor de los desamparos, bajo la presencia masiva de un otro intrusivo, abusivo.
Pero no se trata sólo de que hubo Otros con los cuales contar, sino, también, de que los hubo reclamado el acto civil y ético de la restitución que se completa con la decisión de la niña. Eso constituye país.
Un derecho es humano en tanto no es individual; en tanto no sólo compete a quien es víctima directa, sino también a toda la ciudadanía. La restitución es un acto que se le debe a cada víctima, pero también a toda la comunidad. Si no, nos quedamos todos perdidos como la pollita al principio del relato: viviendo sin enterarnos en una casa ajena, en un país ajeno; peor aún, expropiados de país, sin poder volver y reclamando que se nos respete el derecho... a ser rehén.
* Psicoanalista. Extractado de un trabajo presentado en el III Seminario Internacional Políticas de la Memoria “Recordando a Walter Benjamin. Justicia, Historia y Verdad. Escrituras de la Memoria”, Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, octubre de 2010.
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