Por Martín Granovsky
Tenía derecho a todo. A buscar el bronce, a ser Juana de Arco, a verse a sí misma como el símbolo de la Argentina, a pelear por ser una figura de fama mundial en la lucha contra la impunidad.
Adriana Calvo tenía derecho a todo, pero murió el domingo sin haber usado jamás ninguno de esos derechos.
El derecho a todo se lo podría haber agenciado por una historia. El 4 de febrero de 1977 ella y su esposo de entonces, Miguel Laborde, fueron secuestrados en Tolosa, cerca de La Plata. Adriana ya era física y dirigente gremial docente. Estaba embarazada y a punto de dar a luz. “¡Ya nace mi beba!”, contó que había gritado cuando la llevaban en un Falcon de la patota de Ramón Camps de La Plata al campo de concentración Pozo de Banfield. Lo contó una vez en 1985, durante el Juicio a las Juntas, y ese grito dicho durante su testimonio de cuatro horas sigue gritando cada vez que la tele reproduce la filmación y muestra a esa mujer chiquitita narrando meticulosamente su historia a los jueces.
El testimonio llevó entonces a la condena de Jorge Rafael Videla. Luego aportaría pruebas para las condenas de Camps, de su sucesor Miguel Etchecolatz y del médico torturador Jorge Bergés.
Adriana animó los juicios de la verdad, antecedentes de la ola reciente de juicios por crímenes de lesa humanidad, y ayudó a armar las causas de los últimos años. En su caso, la palabra “armar” debe traducirse como la reconstrucción de cada trocito de realidad que pudiera ser sustentada y sirviera para que piezas aparentemente incomprensibles quedaran encastradas en un rompecabezas fácil de entender.
Cosa rara en la tradición de la izquierda argentina, Adriana Calvo discutía siempre de manera abierta, sin intrigas ni chicanas, pero a la vez tomaba con naturalidad dos cosas que van juntas con pocas frecuencia: decir lo que uno piensa de los más diversos temas (era crítica del gobierno nacional y de algunos organismos de derechos humanos, por ejemplo, sobre todo después de la desaparición de Jorge Julio López) y trabajar codo a codo sin sectarismo y aun con quienes criticaba para conseguir un objetivo concreto. Era inmune a cualquier manipulación por la simple razón de que ella, con su frontalidad natural, tan sencilla, jamás buscaba nada que se pareciera a la manipulación. Si veía un juez con voluntad de investigar no lo miraba desde arriba –con el estilo condescendiente del proletariado frente a los enemigos de clase que alguna vez se equivocan a favor–, sino que lo ayudaba a entender cómo funcionaban de verdad las cosas, quizá porque en ella la paciencia docente y la lógica implacable de los físicos eran tan poderosas como su vocación militante. Y “militante” era una palabra fuerte en su vida. Podía llamar a alguien por teléfono para comentar un tema y aclarar que “en la militancia no se dice gracias cuando uno hace lo que tiene que hacer”. El llamado era inentendible salvo que se supiera que, para ella, la comunicación en sí misma era una forma de decir gracias.
Dirigente de Encuentro, Verdad y Justicia, fue fundadora de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos. Su enorme capacidad de trabajo resultó clave para desentrañar lo que había ocurrido en los campos y para que, a comienzos de la democracia, los sobrevivientes fueran reconocidos en toda su dignidad. De otro modo, al sufrimiento original del secuestro y la tortura agregaban el padecimiento de la sospecha.
“Habían pasado tres minutos del parto”, dijo en el Juicio de 1985. “Mi beba lloraba en el piso del patrullero. Yo seguía con las manos atrás, seguía con los ojos tapados. No me la querían dar. Ese día hice la promesa de que si mi beba vivía y yo vivía, iba a luchar todo el resto de mis días para que se hiciera justicia.”
Adriana fue liberada en abril de 1977. Teresa, la beba que nació en el Falcon, es hoy una mujer mayor de lo que era ella entonces.
Tenía derecho a todo. A buscar el bronce, a ser Juana de Arco, a verse a sí misma como el símbolo de la Argentina, a pelear por ser una figura de fama mundial en la lucha contra la impunidad.
Adriana Calvo tenía derecho a todo, pero murió el domingo sin haber usado jamás ninguno de esos derechos.
El derecho a todo se lo podría haber agenciado por una historia. El 4 de febrero de 1977 ella y su esposo de entonces, Miguel Laborde, fueron secuestrados en Tolosa, cerca de La Plata. Adriana ya era física y dirigente gremial docente. Estaba embarazada y a punto de dar a luz. “¡Ya nace mi beba!”, contó que había gritado cuando la llevaban en un Falcon de la patota de Ramón Camps de La Plata al campo de concentración Pozo de Banfield. Lo contó una vez en 1985, durante el Juicio a las Juntas, y ese grito dicho durante su testimonio de cuatro horas sigue gritando cada vez que la tele reproduce la filmación y muestra a esa mujer chiquitita narrando meticulosamente su historia a los jueces.
El testimonio llevó entonces a la condena de Jorge Rafael Videla. Luego aportaría pruebas para las condenas de Camps, de su sucesor Miguel Etchecolatz y del médico torturador Jorge Bergés.
Adriana animó los juicios de la verdad, antecedentes de la ola reciente de juicios por crímenes de lesa humanidad, y ayudó a armar las causas de los últimos años. En su caso, la palabra “armar” debe traducirse como la reconstrucción de cada trocito de realidad que pudiera ser sustentada y sirviera para que piezas aparentemente incomprensibles quedaran encastradas en un rompecabezas fácil de entender.
Cosa rara en la tradición de la izquierda argentina, Adriana Calvo discutía siempre de manera abierta, sin intrigas ni chicanas, pero a la vez tomaba con naturalidad dos cosas que van juntas con pocas frecuencia: decir lo que uno piensa de los más diversos temas (era crítica del gobierno nacional y de algunos organismos de derechos humanos, por ejemplo, sobre todo después de la desaparición de Jorge Julio López) y trabajar codo a codo sin sectarismo y aun con quienes criticaba para conseguir un objetivo concreto. Era inmune a cualquier manipulación por la simple razón de que ella, con su frontalidad natural, tan sencilla, jamás buscaba nada que se pareciera a la manipulación. Si veía un juez con voluntad de investigar no lo miraba desde arriba –con el estilo condescendiente del proletariado frente a los enemigos de clase que alguna vez se equivocan a favor–, sino que lo ayudaba a entender cómo funcionaban de verdad las cosas, quizá porque en ella la paciencia docente y la lógica implacable de los físicos eran tan poderosas como su vocación militante. Y “militante” era una palabra fuerte en su vida. Podía llamar a alguien por teléfono para comentar un tema y aclarar que “en la militancia no se dice gracias cuando uno hace lo que tiene que hacer”. El llamado era inentendible salvo que se supiera que, para ella, la comunicación en sí misma era una forma de decir gracias.
Dirigente de Encuentro, Verdad y Justicia, fue fundadora de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos. Su enorme capacidad de trabajo resultó clave para desentrañar lo que había ocurrido en los campos y para que, a comienzos de la democracia, los sobrevivientes fueran reconocidos en toda su dignidad. De otro modo, al sufrimiento original del secuestro y la tortura agregaban el padecimiento de la sospecha.
“Habían pasado tres minutos del parto”, dijo en el Juicio de 1985. “Mi beba lloraba en el piso del patrullero. Yo seguía con las manos atrás, seguía con los ojos tapados. No me la querían dar. Ese día hice la promesa de que si mi beba vivía y yo vivía, iba a luchar todo el resto de mis días para que se hiciera justicia.”
Adriana fue liberada en abril de 1977. Teresa, la beba que nació en el Falcon, es hoy una mujer mayor de lo que era ella entonces.
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