lunes, 22 de agosto de 2011

La memoria en los legajos del Estado

Hijos de trabajadores estatales desaparecidos reconstruyen la historia de sus padres.

A partir de documentos rescatados de los archivos de las empresas públicas, Adriana Reydó, Gerardo Salcedo, Diego Rodríguez y Javier Juárez recuperan la trayectoria de sus padres y reivindican su militancia política y sindical.
Por Gustavo Veiga

Recuperaron las historias de sus padres desde la militancia. Son hijos de trabajadores del Estado desaparecidos o asesinados, unidos por una infancia de ausencias y familias diezmadas. Cuando se juntaron, comprobaron que había vida en los números de legajo de sus seres queridos. Esa información, que se salvó de las empresas desguazadas durante el gobierno de Carlos Menem, ahora les permite completar una porción de su pasado. Adriana Reydó, Gerardo Salcedo, Diego Rodríguez y Javier Juárez heredaron de la generación del ’70 el compromiso y la visión de una salida colectiva. Por eso apuntalan el trabajo de la Comisión de Trabajo por la Reconstrucción de Nuestra Identidad que nació en el Ministerio de Planificación Federal.

“Todos los datos que los milicos tenían sobre nuestros viejos, el domicilio, el teléfono o en qué dependencia trabajaban, fueron usados para perseguirlos y hoy los estamos usando para recordarlos y reivindicarlos como militantes. Estos legajos están cumpliendo un ciclo completo”, cuenta Salcedo, hijo de Edgardo (empleado de la ex Entel) y de Esperanza Cacabelos, quienes murieron en un enfrentamiento con una de las patotas de la ESMA el 12 de julio de 1976. Otro de los objetivos que se plantean es recuperar los puestos que ocupaban los desaparecidos para sus hijos. Juárez lo hizo hace 27 años. Su padre, Ernesto, era un trabajador de Segba que militaba en la JTP y que realizó en la clandestinidad el documental de cine político Ya es tiempo de violencia. “La reglamentación interna dice que el hijo mayor hereda el lugar del padre. El mío trabajó en la Central Puerto Nuevo y en el edificio San Lorenzo, y antes mi abuelo había sido capataz de Segba. Ahora soy supervisor de Edenor y estoy en la Asociación del Personal Superior de Empresas de Energía.”

Reydó es periodista y licenciada en Comunicación. Su padre, Raúl, era delegado del SUPE y había ingresado a YPF a los 20 años. Integrante del Peronismo de las Bases y del Grupo Mosconi, desapareció el 20 de mayo de 1977. “Que puedan acceder los hijos a los puestos de trabajo de sus padres me parece maravilloso. Tal vez a mí no me serviría, pero yo sé que la mayoría de los que quedaron al cuidado de sus abuelos tuvieron un destino muy difícil. Los marginaron por ser hijos de desaparecidos.”

Rodríguez tenía once meses cuando secuestraron a su padre, Angel Alberto, un delegado de Obras Sanitarias. “Mi viejo entraba a laburar a las 7 de la mañana, cumplía su jornada, pero seguía relacionado más horas con los compañeros en esa cuestión de mantener la solidaridad de clase. Había militado en la JTP, pero cuando Montoneros rompió con Perón, entró al PRT. Se lo llevaron de mi casa catorce tipos con ropa de fajina y armas largas el 4 de agosto de 1976.”

La tarde en el Archivo Nacional de la Memoria transcurre entre recuerdos y un dolor que se transforma en energía para continuar las luchas de sus padres. Reydó y Juárez iban a la escuela primaria cuando se los llevaron, Salcedo tenía dos años y Rodríguez era apenas un bebé. La única mujer del grupo menciona que conserva la libreta de afiliado al PJ que su padre había recibido a los 18 años. “Fue muchas veces detenido por llevarla encima. Estudió ingeniería en la Universidad Obrera que ahora es la Tecnológica y estaba muy cerca de la destilería de YPF. En mi casa se sentía la pasión por el sindicalismo. De los once años y medio que compartí junto a él recuerdo que llevaron adelante el Plan de Saneamiento Obrero que consistía, por ejemplo, en traer desde el exterior los trajes antiflama para que no se quemaran en un accidente. O que lograron las seis horas de trabajo y la coparticipación en las ganancias.”

La historia de Salcedo, de 37 años, es la de una familia devastada por la represión. Además de Edgardo y Esperanza, militantes montoneros que cayeron en el barrio de Palermo, el pequeño Gerardo (que fue hallado en la bañadera tapado con un colchón), perdió a sus tíos Juan Gregorio Salcedo, y a Cecilia y José Antonio Cacabelos, todos desaparecidos. “Mi papá tuvo una militancia temprana en Tacuara y después se incorporó a Montoneros. Sus últimos años fueron en la Juventud Trabajadora Peronista de Entel. Era uno de los referentes de Foetra”, cuenta este empleado bancario que fue criado por sus abuelos maternos, José y Esperanza de la Flor.

“Los 30 mil desaparecidos tenían una visión colectiva de la sociedad en la que no había soluciones individuales. Nosotros somos lo que somos porque nuestros viejos nos dejaron, además de la militancia, un proyecto de vida. Quizá no es el mismo camino que ellos tomaron, pero sigue siendo la misma utopía”, dice Rodríguez, asesor en derechos humanos de la Legislatura porteña. Juárez, el único de los cuatro que trabaja en el Estado nacional, tiene dos recuerdos muy vivos de su padre desaparecido el 10 de diciembre de 1976, un trabajador y militante de Luz y Fuerza. “Uno es del 1º de mayo de 1974, cuando fuimos a la Plaza de Mayo con mi viejo. Tenía siete años e hicimos una bandera de Estados Unidos. La quemaron en la Plaza y me puse mal porque yo había ayudado a pegarle las 50 estrellas. También me acuerdo cuando habló en el acto de Atlanta en representación de la JTP.”

Todos resaltan la tarea que desarrolla la Comisión por la Reconstrucción de Nuestra Identidad, que intenta recobrar las historias de los trabajadores estatales desaparecidos como sus padres y ya recuperó más de 155 legajos. “¿Qué mejor lugar para mantener vivo su recuerdo que el Archivo Nacional de la Memoria?”, se pregunta Salcedo. Y allí están, rodeados de fotos y otros documentos que demuestran cómo la dictadura se ensañó con los empleados del Estado de los que sabía todos sus datos; esos mismos datos que hoy sirven de huellas para seguir buscándolos.

domingo, 21 de agosto de 2011

La masacre de Fátima

Con diversas actividades se conmemoraron ayer los 35 años de la denominada “Masacre de Fátima”, en la que fueron asesinados 30 presos políticos. Por primera vez, los familiares de las víctimas pudieron recordar la trágica fecha en el edificio de la Superintendencia de Seguridad Federal, donde funcionó el centro clandestino de detención en el que la mayoría de ellos estuvo privado de su libertad. Allí se descubrió una placa recordatoria y se colocaron 30 rosas en honor a los caídos. Más tarde y como todos los años, los familiares viajaron a la localidad de Fátima para el acto central, acompañados por el ex canciller Jorge Taiana y decenas de militantes de las agrupaciones Kolina, Tupac Amaru y la JP, entre otras. El 19 de agosto de 1976 un grupo militar se instaló en un control caminero sobre la ruta 8. Poco después de las 4 de la madrugada del 20 de agosto, una gran explosión despertó a toda la localidad bonaerense de Fátima. Los obreros de un horno de ladrillos cercano se encontraron con los restos de la explosión en un radio de cien metros. El hecho formó parte del Juicio a las Juntas, donde se comprobó la participación del Ejército. En 2008 fueron condenados por estos crímenes a prisión perpetua los policías federales Juan Carlos Lapuyole y Carlos Enrique Gallone.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Una triste despedida

Las Abuelas de Plaza de Mayo, HIJOS y la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación manifestaron su dolor por la muerte de Virginia Ogando. Virginia tenía 38 años. A los tres, presenció cuando un grupo de tareas se llevó a sus padres, Jorge Oscar Ogando y Stella Maris Montesano, que estaba embarazada de ocho meses. Su abuela Delia Giovanola fue una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. 
Virginia buscó con todas sus fuerzas a su hermano Martín, que todavía está desaparecido. Lo hizo, entre muchas otras cosas, a través de una campaña de Banco Provincia, donde trabajaba y había trabajado su padre y una página web en la que publicaba cartas. “Quiero que sepas que, por sobre todas las cosas, yo fundamentalmente te estoy buscando a vos, para que nos reconozcamos por el peso de los genes y la fuerza de la sangre”, le escribió a su hermano. “Con profundo dolor despedimos a una militante, que se fue antes de tiempo”, expresó HIJOS. “Su muerte es también un crimen imputable a los genocidas”, señaló la Secretaría de Derechos Humanos. Virginia se suicidó en Mar del Plata. Sus restos serán velados en Casa Osacar, calle 56 entre 9 y 10, La Plata.

martes, 16 de agosto de 2011

Acto de homenaje a los cubanos desaparecidos por la dictadura militar

Honran a cubanos desaparecidos por dictadura militar argentina      
La memoria de dos jóvenes diplomáticos cubanos asesinados y desaparecidos durante la última dictadura militar argentina fue exaltada hoy aquí con la colocación de una placa en el sitio donde fueron secuestrados hace 35 años.

  La muerte fue el desmedido precio que Jesús Cejas Arias y Crescencio Galañena Hernández debieron pagar por ser representantes de la solidaridad y el ejemplo de la Revolución cubana, sostuvo la periodista Stella Calloni en la ceremonia, efectuada el porteño barrio de Belgrano.

Calloni recordó que a mediados de las década de 1970 varias misiones diplomáticas de la isla fueron víctimas de reiterados ataques de organizaciones terroristas afincadas en Miami, Estados Unidos, y lideradas por contrarrevolucionarios cubanos "que todavía hoy gozan de impunidad", denunció.

Subrayó que la conmemoración del 35 aniversario de la desaparición de Galañena Hernández y Cejas Arias plantea además un renovado desafío: hacer cuanto sea posible por conseguir la liberación de cinco luchadores antiterroristas cubanos presos en Estados Unidos desde 1998.

Hay que luchar por la libertad de Fernando González, Ramón Labañino, Antonio Guerrero, Gerardo Hernández y René González, porque hacerlo es también dar batalla por la dignidad y por la vida, enfatizó.

Por su parte, la directora ejecutiva del Instituto Espacio para la Memoria, Ana María Cariaga, dijo que la desaparición de los diplomáticos cubanos no resultó para nada casual.

Hechos como éste formaron parte de la política de terrorismo de Estado impuesta desde Washington para desarticular el movimiento revolucionario y una generación de jóvenes que había asumidos el compromiso de luchar por una sociedad más justa y que tenían como guía a la Revolución cubana, apuntó.

La placa conmemorativa colocada en la intersección de las calles La Pampa y Arribeños fue fundida semanas atrás en la sede de la Embajada de Cuba en esta capital por pioneros y jóvenes de la misión estatal cubana en Argentina e integrantes de la Asociación Barrios por la Memoria.

Por primera vez vamos a fundir artesanalmente, pero con mucho amor y respeto, un baldosón para perpetuar la memoria de dos ciudadanos extranjeros víctimas del genocidio que vivió Argentina tras el golpe del 24 de marzo de 1976, señaló entonces Mario Guiotto, integrante de esa organización.

El juicio seguido por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el centro de detención clandestino Automotores Orletti reconoció y acreditó que los dos diplomáticos cubanos fueron detenidos, torturados allí y luego desparecidos.

Como resultado del proceso, el Tribunal Oral Federal número Uno de esta capital condenó a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad al exgeneral Eduardo Cabanillas, quien fungiera como jefe del también llamado "Jardín".

Además, sancionó con 25 años de prisión a los exagentes de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) Eduardo Rufo y Honorio Martínez, y con 20 años al exintegrante del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Raúl Gulielminetti, apodado "mayor Guastavino".

martes, 2 de agosto de 2011

“El estigma sobre la militancia todavía tiene vigencia”

El sociólogo Emilio Crenzel habla sobre el Nunca Más
La restitución de los compromisos políticos a los desaparecidos con los Hijos como protagonistas. La idea de que la memoria no es necesariamente fruto de la voluntad del poder. La hipótesis del “genocidio” como segunda despolitización.

 Por Alejandra Dandan

¿Cómo se leyó y se interpretó en estos 35 años la última dictadura? ¿Cómo fue la construcción de la identidad de los desaparecidos? Emilio Crenzel, investigador del Conicet y profesor de la Facultad de Ciencias Sociales, sostiene que aún persiste el vínculo víctimas-inocentes que estigmatiza a los militantes y los presenta como “culpables”, al uso de lo que impusieron los militares. La pregunta es si este relato está cambiando con la recuperación del discurso político en los juicios de lesa humanidad. Crenzel acaba de repensar esos ejes para la reedición de su libro sobre la Historia política del Nunca Más que acaba de ser traducido al inglés.

–¿Qué cambió en la reedición del libro?

–Incorporé un nuevo eje. Marina Franco, investigadora del Conicet, encontró en su trabajo que durante el período ’73-’76 determinados grupos de centroizquierda y de izquierda tradicional empezaron a cuestionar el “terrorismo de ambos signos” y el ejercicio de cualquier tipo de violencia política. Con un discurso que uno podría reconocer como la génesis de lo que el Nunca Más va a expresar en el ’84 como condena bipolar a la violencia. Eso permite pensar que existió una crítica de la violencia política de ambos signos, desde el campo de la izquierda y del progresismo, mucho antes de que emergiera la llamada “teoría de los dos demonios” y permite historizar esta mirada y no reducirla a una determinación del gobierno radical. Y afirmar que así como el discurso que presentó a las víctimas del terrorismo de Estado despojadas de cualquier tipo de identidad política y resaltando sus valores morales se gestó durante la dictadura en respuesta a la persecución y estigmatización de la “subversión”, este discurso también puede reconocer una génesis previa. El Nunca Más va a articular esas dos trayectorias discursivas, supone la condena a la violencia y a su vez la despolitización de la identidad de las víctimas.

-–¿Hubo algún aporte específico del gobierno radical?

–En el período ’73-’76 hay un reclamo al Estado que va a persistir después del golpe para que restablezca el monopolio de la violencia. Había una ilusión de que el Estado iba a poner fin a la violencia de derecha y de izquierda. El Nunca Más condena esas dos violencias, pero establece que fue el Estado quien violó sistemáticamente los derechos humanos, derrumbando la negación, relativización o justificación militar de los hechos. Es decir, otorgó un estatus cualitativamente diferente a la violencia ejercida desde el poder, estableció su magnitud, y su carácter sistemático.

–¿Qué pasó desde entonces con la identidad política de las víctimas?

–El ’83 y ’84 significa la instauración de lo que Alejandro Kaufman llamó el paradigma punitivo. A diferencia de otros países de América latina, en Argentina se tramitó el pasado en el marco de los tribunales persiguiendo penalmente a las Juntas Militares y a las cúpulas guerrilleras. Eso obturó la asunción pública de esos compromisos militantes porque hacerlo podía significar afrontar un proceso penal. Así, la “memoria de la militancia” emerge cuando aparentemente se clausuró la posibilidad de tratamiento judicial después del indulto. Unos años después, se publican libros autobiográficos, se producen películas, documentales. Así es en el contexto de la impunidad de mediados de los noventa que surge la memoria de la política y también la reflexión académica cobra nueva dimensión.

–¿De qué identidad hablaban?

–La memoria de la militancia ha asumido un carácter diverso. En unos casos la exaltación acrítica. En otros, el testimonio renovó la literatura de las virtudes semejante a la presentación de la víctima-inocente, donde la militancia aparece idealizada, sin ser repensada en sus aciertos y errores políticos. Y hay pocos trabajos como el de Pilar Calveiro (Poder y Desaparición) o el de Emilio De Ipola (La Bemba) que presentan una reflexión crítica y distanciada de la experiencia.

–¿Qué pasa con esa lógica a partir de la reapertura de las causas?

–Los juicios a los represores, por un lado, vinieron a satisfacer una demanda de justicia incumplida durante 10 o 15 años. Ante crímenes que por su naturaleza convocan a la necesidad de que sean juzgados y castigados. Por otro lado, crearon nuevas audiencias, por ejemplo en algunas provincias, donde el Juicio a las Juntas fue visto como algo lejano o ajeno. Sin embargo, pese a la imposibilidad de persecución penal a quienes participaron de las organizaciones armadas tampoco estos juicios significaron que los testimoniantes que tenían militancia las expusieran plenamente, restringiendo la mención a sus compromisos sociales.

–¿Por ejemplo, diciendo Montoneros o el ERP?

–Ello refleja que el estigma sobre la militancia armada y política que produjo la dictadura todavía tiene vigencia. De alguna manera, la respuesta que postulaba a los desaparecidos como víctimas-inocentes reforzaba la idea de que había una frontera en la construcción del sujeto de derecho que excluía a los culpables. Postular a las víctimas así, contestaba la estigmatización dictatorial pero a la vez la afirmaba porque legitimaba el binomio de inocente y culpable. La interdicción que todavía pesa sobre la militancia política revela la persistencia de este estigma dictatorial en la sociedad argentina que de alguna forma se reproduce en los discursos sobre la seguridad cuando se cuestionan los “derechos humanos de los delincuentes”. Ese es el gran legado negativo que dejó el discurso de la dictadura sobre los perseguidos. Y no fue rebatido del todo por quienes la enfrentaron: la pervivencia del discurso de la víctima-inocente cuando las amenazas de persecución desaparecieron significó la legitimación de esa diada de inocencia y culpabilidad, y la certificación del prisma jurídico para pensar la política.

–Podría pensarse que ahora es distinto. En los juicios, por ejemplo, los Hijos rescatan de modo categórico la identidad política de sus padres.

–Hay que decir que aquella presentación de los desaparecidos enfrentaba un discurso que negaba su propia existencia. Presentar los datos identitarios básicos de los desaparecidos, el nombre, documento, lugar de residencia, ocupación, buscaba restituir las humanidades negadas de plano por la dictadura, pero a la vez aceptaba la frontera de la que hablábamos antes. En relación a lo nuevo, Hijos es parte de esta restitución de los compromisos políticos que se opera a mediados de los ’90. Es interesante porque ello permite discutir ideas a mi juicio simples y erradas sobre la relación entre memoria y poder que proponen que la memoria es fruto de la voluntad directa y unívoca del poder. Tanto la narrativa humanitaria de los desaparecidos en clave de sus identidades básicas o las que vuelven a restituir los compromisos, surgen desde la sociedad civil y luego son asumidas desde el Estado. Porque la narrativa humanitaria no la crea el Nunca Más. Se fue gestando en el enfrentamiento contra la dictadura, a partir de la derrota del alegato en clave revolucionaria y del contacto del movimiento de denuncia con las redes trasnacionales de derechos humanos que privilegiaban la recolección de los datos identitarios básicos de las víctimas por sobre sus compromisos políticos. Desde 2003 para acá, se opera cierta restitución de las claves políticas la cual ya había cobrado fuerza en la sociedad civil desde mediados de los ’90, con la proliferación de libros testimoniales, películas y el surgimiento de Hijos. Así, tanto los gobiernos de Alfonsín y Kirchner estatalizaron, en buena medida, discursos ya existentes sobre este pasado.

–Entonces Hijos esté introduciendo una identidad fuera del estigma.

–Hay cierta apertura a estos problemas, pero es incipiente. Aún en el nuevo prólogo del Nunca Más, no se presentan los compromisos políticos de los desaparecidos. Asimismo, en fallos judiciales recientes la proposición de que los perseguidos constituían un “grupo nacional”, para encuadrar así los crímenes en la tipificación internacional del delito de genocidio, vuelve a despolitizar a los desaparecidos, que no constituían un grupo con esas características. Incluir las dimensiones políticas es parte de una deuda más amplia de la izquierda argentina de pensar la propia práctica y comprender el sentido de la violencia represiva. Desechar la teoría de los dos demonios no debería convertirse en una coartada para evitar pensar las responsabilidades que tuvo la izquierda armada y no armada en el proceso político o para obliterar los compromisos de los desaparecidos.

–Los juicios parecen tener la intención de construir verdad histórica. ¿Son lugares para hacerlo?

–Más allá de lo positivo de los juicios, el encuadre judicial tiene fronteras en la indagación de la verdad. Lo que busca es establecer responsabilidad penal. En cambio hay otro tipo de verdad que es fruto de la construcción de conocimiento histórico sobre el proceso político y social que hizo posible que la sociedad argentina resolviera de la manera que tramitó sus diferencias. Que aporte para pensar aspectos clave del pasado que no van a ser materia de tratamiento judicial, como las responsabilidades políticas y morales; aspectos que distan de estar claros: cómo se construyó una decisión de exterminio de carácter político y por qué esa decisión tuvo la forma de la desaparición forzada. También para comprender las relaciones que estableció la sociedad argentina con el ejercicio del terrorismo de Estado. Desde las elites económicas, políticas o religiosas hasta los hombres y mujeres comunes. Esta historia está por escribirse.

–¿A quién está discutiendo?

–Lo que planteo es el carácter polisémico de la verdad. Verdad histórica y no sólo jurídica. Discuto la idea de que el castigo, aunque necesario ya que establece la ley, sea el único camino para evitar que se reiteren los crímenes. Y también en relación a la memoria: habría una complejización pedagógica del proceso de transmisión a partir de la elaboración de una verdad más amplia. Ello requiere incluir pero a la vez trascender el escenario de los tribunales. En este camino, los intelectuales no debemos eludir la responsabilidad.